domingo, 23 de marzo de 2014

Lazarillo del siglo XXI

Sra Jueza Alaya:


Señora Alaya, en esta carta me dirijo a usted para explicarle por qué acabé en el portaequipajes de aquél avión, y por qué estaban todas las maletas abiertas cuando me encontraron.

................

Nací en Sevilla, más concrétamente en el barrio de Los Remedios. Mi padre ganaba mucho dinero con sus plantas, por lo que mi madre se tiraba todo el día a la bartola. No se encaragaban mucho de mí.
Una mañana, unos hombres uniformados irrumpieron en el salón de mi casa, esposaron a mis padres y me separaron de ellos. Aquella misma tarde mi madre volvió conmigo, ya que ella no tenía nada que ver con el negocio de mi padre.

Un mes más tarde, mi madre se dio cuenta de que nuestra antigua casa era demasiado cara para que ella fuera capaz de pagarla, así que empaquetamos y cogimos el primer avión a Buenos Aires.
Allí nos instalamos en uno de los barrios más pobres que había, ya que no nos podíamos permitir más que estar de alquiler en una casucha de mala muerte. Mi madre salía todas las noches para buscar hombres a los que acompañar, hasta que una noche volvió con alguien para hacerme compañía a mí, creciendo en su vientre.

 

Los meses después del nacimiento de mi hermano Laos fueron unos de los meses más duros que recuerdo, ya que, con siete años que tenía entonces, tuve que empezar a conseguir comida para mi madre y para mí. No me pregunte, señora, de donde la sacaba, porque esa es una parte de mi vida que prefiero no tocar.

Cuando mi hermano cumplió ocho meses, mi madre lo dejó a mi cuidado y volvió a trabajar. Yo nunca le pedía que me hablara de su trabajo, a mi edad ya sabía yo por donde iban los tiros y prefería no preguntar, aunque eso significara tener que cuidar a un bebé de 8 meses y tener que aguantar el constante estado de embriaguez en el que se encontraba mi madre. Siempre volvía borracha, y algunas veces incluso se llevaba el trabajo a casa.

En aquél entonces no podría haberle escrito esta carta, ya que a mi edad no había puesto el pie en un colegio desde que, con cinco años nos mudamos a Buenos Aires.

El resto de mi vida transcurrió entre peleas con perros por la comida, de las que no solía salir bien parada, borracheras de mi madre y llantos de Laos. Esto duró hasta que una noche, mientras mi hermano y yo estabamos sentados en la mesa devorando dos costillas de vaca y algunas cabezas de pescado, entró mi madre por la puerta. Tambaleándose llegó hasta una de las sillas que había alrededor de la mesa, se sentó y me observó pensativa. Al rato dijo:
  • ¿No crees que ya es hora de que empieces a trabajar?, ¡Soy la única que mueve un dedo en esta maldita casa! Además pagan el doble si vamos madre e hija.
La idea me cabreó y asqueó hasta tal punto que me levanté, cogí a mi hermano del brazo y me largué de esa maldita casa para siempre. Aquella fue la última vez que vi a esa mujer, ella ya no era mi madre.

....................

Antes de escaparme, alguien debería haberme advertido de que, si a las prostitutas las despreciaban en aquellos barrios, los niños que por allí vagabundeaban tenían más o menos el mismo valor que la mierda. No había dios que encontrara comida por allí, por lo que, en más de una ocasión me vi obligada a andar hasta los barrios ricos del centro de la ciudad, y sentarme en la esquina de los restaurantes esperando a que llegara el camión de reparto para poder coger una caja mientras los camioneros descargaban.

Uno de los días que mi hermano y yo esperábamos a que llegara el camión, sentados al lado de un pequeño restaurante familiar, nos pilló un hombre. Iba vestido con una sotana negra y llevaba un gorrito muy gracioso en la cabeza. En cuanto se percató de nuestras intenciones nos cogió a cada uno de una oreja y nos arrastró hasta la iglesia en la que trabajaba. Nos dijo que si no trabajábamos para él, nos entregaría a la policía para que ellos hicieran con nosotros lo que creyeran conveniente. Así empezó nuestra estancia con aquél monje.

 

Para los que piensen que la esclavitud ya no existe, es una total y absoluta mentira que se repiten los ricos para convencerse de que están haciendo lo correcto.
Aquél hombre no era un monje, era el hermano malo del demonio, bastante inteligente, si pero eso no quitaba que fuera la persona más mezquina que he conocido. Resulta que este hombre dirijía una de las mayores redes de prostitución de toda Argentina. Y las chicas no lo hacían por voluntad como mi madre, las obligaban. Aunque el trabajo que nos había asignado a Laos y a mi no era mucho más agradable, teníamos que limpiar los cuartos que estas señoritas utilizaban, después de cada uso, y teníamos que llevarle a las chicas con una especie de droga que el moje nos daba para que no gritaran demasiado.

Ni que decir tiene que no conseguíamos más comida que cuando vivíamos en la calle, este hombre ganaba un pastizal, dinero que gastaba en los dos chalets que tenía y en viagras, supongo. Así que para sobrevivir, mi hermano y yo teníamos que ser más listos que él. Aprovechábamos el momento en el que nos mandaba llevar la droga a las chicas para quedarnos con la mitad de la sustancia, cosa que más tarde vendíamos al mejor postor en una pequeña plaza que había cerca de la iglesia. Y otras veces aprovechábamos cuando dormía la mona para robarle la comida, ya que cuando despertaba no recordaba lo que había hecho antes de quedarse dormido.

Dos años vivímos en esa pesadilla. Para cuando escapamos de sus garras yo había cumplido trece años y mi hermano tenía seis. Esta vez incluso nos alegrábamos de vivir en la calle, por lo menos no teníamos que pasar la noche limpiando.
No estuvimos mucho tiempo solos, al poco de haber escapado nos encontramos con una pequeña banda de chicos. Estaba formada por chicos y chicas de todas las edades. El mayor tenía dieciséis años y la más pequeña cuatro. Los chicos se dedicaban a entrar en los aeropuertos y saquear las maletas de los pasajeros. Para ello esperaban a que cargaran las maletas y aprovechaban el momento en que los guardias se distraían revisando la documentación de los pasajeros. Entonces cuatro chicos registraban las maletas y se llevaran todo lo valioso que encontraran en ellas.

Bueno, pues en una de esas incursiones al portaequipajes, uno de los guardias volvió a vigilar el lugar, por lo que mi hermano, nuestros dos compañeros y yo, nos quedamos atrapados dentro del avión todo el viaje. Y por capricho del destino, ese vuelo se dirijía a Sevilla, la ciudad en la que ahora me encuentro, la ciudad en la que todo empezó, y la ciudad en la que espero que, todo pueda acabar para mi hermano y para mí.


Espero que esta carta le ayude a comprender el por qué de mis acciones.
Gracias.
Mara Cipriano Melia.



No hay comentarios:

Publicar un comentario