Sra Jueza Alaya:
Señora Alaya, en
esta carta me dirijo a usted para explicarle por qué acabé
en el portaequipajes de aquél avión, y por qué
estaban todas las maletas abiertas cuando me encontraron.
................
Nací en Sevilla,
más concrétamente en el barrio de Los Remedios. Mi
padre ganaba mucho dinero con sus plantas, por lo que mi madre se
tiraba todo el día a la bartola. No se encaragaban mucho de
mí.
Una mañana, unos
hombres uniformados irrumpieron en el salón de mi casa,
esposaron a mis padres y me separaron de ellos. Aquella misma tarde
mi madre volvió conmigo, ya que ella no tenía nada que
ver con el negocio de mi padre.
Un mes más tarde,
mi madre se dio cuenta de que nuestra antigua casa era demasiado cara
para que ella fuera capaz de pagarla, así que empaquetamos y
cogimos el primer avión a Buenos Aires.
Allí nos instalamos
en uno de los barrios más pobres que había, ya que no
nos podíamos permitir más que estar de alquiler en una
casucha de mala muerte. Mi madre salía todas las noches para
buscar hombres a los que acompañar, hasta que una noche volvió
con alguien para hacerme compañía a mí,
creciendo en su vientre.
Los meses después
del nacimiento de mi hermano Laos fueron unos de los meses más
duros que recuerdo, ya que, con siete años que tenía
entonces, tuve que empezar a conseguir comida para mi madre y para
mí. No me pregunte, señora, de donde la sacaba, porque
esa es una parte de mi vida que prefiero no tocar.
Cuando mi hermano cumplió
ocho meses, mi madre lo dejó a mi cuidado y volvió a
trabajar. Yo nunca le pedía que me hablara de su trabajo, a mi
edad ya sabía yo por donde iban los tiros y prefería no
preguntar, aunque eso significara tener que cuidar a un bebé
de 8 meses y tener que aguantar el constante estado de embriaguez en
el que se encontraba mi madre. Siempre volvía borracha, y
algunas veces incluso se llevaba el trabajo a casa.
En aquél entonces
no podría haberle escrito esta carta, ya que a mi edad no
había puesto el pie en un colegio desde que, con cinco años
nos mudamos a Buenos Aires.
El resto de mi vida
transcurrió entre peleas con perros por la comida, de las que
no solía salir bien parada, borracheras de mi madre y llantos
de Laos. Esto duró hasta que una noche, mientras mi hermano y
yo estabamos sentados en la mesa devorando dos costillas de vaca y
algunas cabezas de pescado, entró mi madre por la puerta.
Tambaleándose llegó hasta una de las sillas que había
alrededor de la mesa, se sentó y me observó pensativa.
Al rato dijo:
- ¿No crees que ya es hora de que empieces a trabajar?, ¡Soy la única que mueve un dedo en esta maldita casa! Además pagan el doble si vamos madre e hija.
La idea me cabreó y
asqueó hasta tal punto que me levanté, cogí a mi
hermano del brazo y me largué de esa maldita casa para
siempre. Aquella fue la última vez que vi a esa mujer, ella ya
no era mi madre.
....................
Antes de escaparme,
alguien debería haberme advertido de que, si a las prostitutas
las despreciaban en aquellos barrios, los niños que por allí
vagabundeaban tenían más o menos el mismo valor que la
mierda. No había dios que encontrara comida por allí,
por lo que, en más de una ocasión me vi obligada a
andar hasta los barrios ricos del centro de la ciudad, y sentarme en
la esquina de los restaurantes esperando a que llegara el camión
de reparto para poder coger una caja mientras los camioneros
descargaban.
Uno de los días que
mi hermano y yo esperábamos a que llegara el camión,
sentados al lado de un pequeño restaurante familiar, nos pilló
un hombre. Iba vestido con una sotana negra y llevaba un gorrito muy
gracioso en la cabeza. En cuanto se percató de nuestras
intenciones nos cogió a cada uno de una oreja y nos arrastró
hasta la iglesia en la que trabajaba. Nos dijo que si no trabajábamos
para él, nos entregaría a la policía para que
ellos hicieran con nosotros lo que creyeran conveniente. Así
empezó nuestra estancia con aquél monje.
Para los que piensen que
la esclavitud ya no existe, es una total y absoluta mentira que se
repiten los ricos para convencerse de que están haciendo lo
correcto.
Aquél hombre no era
un monje, era el hermano malo del demonio, bastante inteligente, si
pero eso no quitaba que fuera la persona más mezquina que he
conocido. Resulta que este hombre dirijía una de las mayores
redes de prostitución de toda Argentina. Y las chicas no lo
hacían por voluntad como mi madre, las obligaban. Aunque el
trabajo que nos había asignado a Laos y a mi no era mucho más
agradable, teníamos que limpiar los cuartos que estas
señoritas utilizaban, después de cada uso, y teníamos
que llevarle a las chicas con una especie de droga que el moje nos
daba para que no gritaran demasiado.
Ni que decir tiene que no
conseguíamos más comida que cuando vivíamos en
la calle, este hombre ganaba un pastizal, dinero que gastaba en los
dos chalets que tenía y en viagras, supongo. Así que
para sobrevivir, mi hermano y yo teníamos que ser más
listos que él. Aprovechábamos el momento en el que nos
mandaba llevar la droga a las chicas para quedarnos con la mitad de
la sustancia, cosa que más tarde vendíamos al mejor
postor en una pequeña plaza que había cerca de la
iglesia. Y otras veces aprovechábamos cuando dormía la
mona para robarle la comida, ya que cuando despertaba no recordaba lo
que había hecho antes de quedarse dormido.
Dos años vivímos
en esa pesadilla. Para cuando escapamos de sus garras yo había
cumplido trece años y mi hermano tenía seis. Esta vez
incluso nos alegrábamos de vivir en la calle, por lo menos no
teníamos que pasar la noche limpiando.
No estuvimos mucho tiempo
solos, al poco de haber escapado nos encontramos con una pequeña
banda de chicos. Estaba formada por chicos y chicas de todas las
edades. El mayor tenía dieciséis años y la más
pequeña cuatro. Los chicos se dedicaban a entrar en los
aeropuertos y saquear las maletas de los pasajeros. Para ello
esperaban a que cargaran las maletas y aprovechaban el momento en que
los guardias se distraían revisando la documentación de
los pasajeros. Entonces cuatro chicos registraban las maletas y se
llevaran todo lo valioso que encontraran en ellas.
Bueno, pues en una de esas
incursiones al portaequipajes, uno de los guardias volvió a
vigilar el lugar, por lo que mi hermano, nuestros dos compañeros
y yo, nos quedamos atrapados dentro del avión todo el viaje. Y
por capricho del destino, ese vuelo se dirijía a Sevilla, la
ciudad en la que ahora me encuentro, la ciudad en la que todo empezó,
y la ciudad en la que espero que, todo pueda acabar para mi hermano y
para mí.
Espero que esta carta le
ayude a comprender el por qué de mis acciones.
Gracias.
Mara Cipriano Melia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario